28.11.05

Ío

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Primero me topé con unas manchas de concreto sobre ciertas calles de la Hipódromo y de la Condesa, que quise ver desde la perspectiva celeste como grandes huellas grises sobre el cemento gris. ¡Qué ingeniosos!, acusé a los hacedores. Acaso los pintarían de color café, a modo de grandes mojones urbanos.
Y me quedé con la duda, como con respecto de tantas otras cosas que suceden (o que no suceden) en la ciudad.
Hoy salgo con un sanlunes épico, al que atribuí, en primera instancia, las nuevas visiones: tamañas vacas echadas o de pies —de patas—, en un llavero monumental. Quién fuese madrugador, para darle una ordeñada a la sexicrítica trilingüe; mano, para unir los puntos numerados ("Sigue la vaca"); vaca, para ponerse el pantalón de la "Vaca Contigo"; quién estuviera pensativo para abstraer las manchas de una vaca reprobada hasta ese grado de palidez y narración (bien decía Ramón —Gómez de la Serna, por supuesto—, que las vacas aprenden geografía mirándose unas a otras sus grandes manchas negras), o crudo, me dije, para beberse, entera, la "Vacartón".
Una vaca mártir, con su vocación de veli; la vaca, me dicen, telefónica y aquella, pensé, conquistadora, pero no: es la metavaca, apestoso homenaje a los rumiantes. De por sí no alcanza para los camiones, siquiera se podrá caminar gozosamente, viendo ancestrales, maravillosas, irrefutables vacas.

Tiene la vida, ya, departamentos.
La vaca de un museo antropológico
pasta sola su urbana mansedumbre.
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