27.2.06

El perro lijo

Ni forma tenía. Era un perro en general. Un animal doméstico, acostumbrado a ser (mentado) inventado por niños que no resistían la tentación de tener una mascota en casa, pero —apreturas de esta ciudad sobrepoblada— que no contaban con el suficiente campo para que ella jugara, brincara, corriera, hiciera sus necesidades sin importunar a las visitas ni confundir olores con los muy cercanos e inconfundiblemente ricos de la cocina.
El perro lijo, es más, ni miedo daba. Podría atribuirse, sí, al miedo, pero no lo provocaba. Perros como el perro lijo sólo dan de que hablar.
Su llanto inaudito estaba contenido en la sola imaginación. Ladraba, por supuesto, y mordía (para que no se crea que los perros que ladran no muerden), con una rara mezcla de alegría y estupor: apenas soltaba el mordisco fatal, parecía avergonzado, realmente arrepentido, acongojado tal vez.
El perro lijo, adrede incorpóreo, se sabe imposibilitado, a diferencia del resto de los de su estirpe, para ocupar un lugar en el espacio. De ahí que, sobra decirlo, corra poco. Duerme, fielmente, cerca de quien le da la mano, sin morderla, acariciando el sueño del amo que le ha dado la vida.
Pocos seres como el perro lijo saben que las cosas realmente nacen de las luces y tinieblas que uno lleva dentro, y que se puede vivir a partir de ellas. Pocos como él desean con tanta ansiedad, Humberto, que le des un hermanito, un cachorro, un compañero con quien jugar.

Para Humberto