El gallo y el reloj
Un ejercicio urbano: localizar la esquina en la que conviven, uno en el tejado de la casona, el otro empotrado en una columna exterior, un gallo veleta y un reloj.
El gallo, inusitado en una ciudad como el Distrito Federal, hace lo que todos los de su tipo: señala la dirección del viento ("lo traduce"); el reloj, lo que hacen cuantos hay de su tipo como aquél, fatigado por el sismo, de otra esquina memorable, Balderas y Juárez: da la hora (la publica).
Ambas piezas ofrecen un servicio público, acaso desatendido, pero además hacen algo que no suelen hacer los relojes y los gallos de su tipo: definen a quien los puso ahí, Gabriel Zaid, pura voluntad de servicio (ya lo dijo, muy bien, Enrique Krauze) y de claridad, como quería Reyes que fuera el ejercicio intelectual.
Dos instrumentos de medición; dos máquinas simples; dos cifras de una personalidad congruente y diversa: del editor que no ahoga al autor, del empresario que da de comer al poeta, del hombre que sabe plantar, y elogiar, un olivo (un símbolo más), una empresa, un soneto, un gallo, un reloj.
Uno lee a Zaid con previo fervor y con una misteriosa lealtad (la frase es de Borges, en relación en los clásicos). Su buena mano (larga, demorada, silenciosa) ha creado libros inesperados, como (tenía que ser un objeto práctico y poético a un tiempo) La máquina de cantar, y laboriosas reconvenciones, como El progreso improductivo, pasando por las antologías, las asambleas, los ensayos sociales y económicos, las críticas literarias, las ediciones, los artículos periodísticos, los versos y canciones, los prólogos y las autocorrecciones poéticas.
Con estas pacientes herramientas, ha provocado encuentros felices: así quiere él que sea la lectura; ha creado tenaces mapas para quienes gustan de viajar en la poesía y en la práctica; ha dado nortes críticos de por dónde hay una metáfora, una dicha o una sinrazón; ha concebido minuciosas, a veces incómodas maquinarias de ideas que ora nos ponen frente al desamparo, ora nos dejan la emoción de entender, ora nos hacen reír, acaso con incredulidad, de nuestras tristes certezas.
Desde estas páginas, Gabriel Zaid, repaso los versos, celebro la inteligencia, y la alegría de la inteligencia, canto mi deuda innumerable, consulto (sigo consultando) el gallo y el reloj: ahora el viento sopla en dirección a las velitas.
El gallo, inusitado en una ciudad como el Distrito Federal, hace lo que todos los de su tipo: señala la dirección del viento ("lo traduce"); el reloj, lo que hacen cuantos hay de su tipo como aquél, fatigado por el sismo, de otra esquina memorable, Balderas y Juárez: da la hora (la publica).
Ambas piezas ofrecen un servicio público, acaso desatendido, pero además hacen algo que no suelen hacer los relojes y los gallos de su tipo: definen a quien los puso ahí, Gabriel Zaid, pura voluntad de servicio (ya lo dijo, muy bien, Enrique Krauze) y de claridad, como quería Reyes que fuera el ejercicio intelectual.
Dos instrumentos de medición; dos máquinas simples; dos cifras de una personalidad congruente y diversa: del editor que no ahoga al autor, del empresario que da de comer al poeta, del hombre que sabe plantar, y elogiar, un olivo (un símbolo más), una empresa, un soneto, un gallo, un reloj.
Uno lee a Zaid con previo fervor y con una misteriosa lealtad (la frase es de Borges, en relación en los clásicos). Su buena mano (larga, demorada, silenciosa) ha creado libros inesperados, como (tenía que ser un objeto práctico y poético a un tiempo) La máquina de cantar, y laboriosas reconvenciones, como El progreso improductivo, pasando por las antologías, las asambleas, los ensayos sociales y económicos, las críticas literarias, las ediciones, los artículos periodísticos, los versos y canciones, los prólogos y las autocorrecciones poéticas.
Con estas pacientes herramientas, ha provocado encuentros felices: así quiere él que sea la lectura; ha creado tenaces mapas para quienes gustan de viajar en la poesía y en la práctica; ha dado nortes críticos de por dónde hay una metáfora, una dicha o una sinrazón; ha concebido minuciosas, a veces incómodas maquinarias de ideas que ora nos ponen frente al desamparo, ora nos dejan la emoción de entender, ora nos hacen reír, acaso con incredulidad, de nuestras tristes certezas.
Desde estas páginas, Gabriel Zaid, repaso los versos, celebro la inteligencia, y la alegría de la inteligencia, canto mi deuda innumerable, consulto (sigo consultando) el gallo y el reloj: ahora el viento sopla en dirección a las velitas.
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